Apostillas a Nietzsche parásito de Emerson de Jorge
Luis Gómez[1]
La tarde del centenario
de la Revolución de Octubre, el sol se despeñaba sobre San Isidro del Inca con
una perpendicularidad inaudita –al menos para mis cándidos ojos. Jorge Luis me entregaba
un ejemplar de Nietzsche parásito de
Emerson, y así nos adentrábamos en los vericuetos más hondos que subyacían
a aquellas líneas. El pretexto de nuestra reunión había sido la figura del
pensador español del exilio republicano Juan David García Bacca –mas nada quedó
ahí; un corolario de nuestras palabras y el reencuentro con ellas en mi
posterior lectura –ya en España– de su obra, pretenden quedar reseñadas en las líneas
que siguen.
Aquella tarde compartimos cómo Nietzsche
nos enseñó que el lenguaje –por su ansia legisladora dotada de anhelo de
validez, obligatoriedad y una pizca de obediencia– no traduce sino oculta esa realidad originaria del mundo. Y aun así
–a sabiendas de todo ello– nosotros mismos nos movimos, en no pocas ocasiones,
en los términos de un pacto necesario,
de un puro artificio, pues el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras
leyes de la verdad.
De una verdad ficcional.
El
que miente aprovecha las palabras –el lenguaje– para que lo irreal aparezca
como real. Así el
propio Nietzsche –así en relación a Emerson. Creer en la verdad y en la aureola prístina que envuelve al conocimiento es un
pleno sinsentido. Éste se referencia en un lenguaje cuya falta no
estriba en ser pura hechura de manos humanas sino en la perversidad
intrínseca de las que lo engendran. En Nietzsche parásito de
Emerson no existe la verdad –tampoco
veo el lugar para ella; mucho menos su necesidad–, tal obra no es más
que una pura y sana ficción –un ímpetu de creación positiva. Pensado
fríamente, el conocimiento no es más que un error movido por el orgullo humano,
una falacia de aquel intelecto que se cree superior; las muletas del lenguaje
sobre las cuales cree sustentarse no son de fiar. La lógica sobre las que tratan
de asentarse las líneas de Jorge Luis parécenme tener más de poético que
de filosófico –en la medida en que toda insana filosofía está impregnada
del advenimiento de ese error.
Largo y
tendido nos ocupamos de aquello. Terminamos por no saber absolutamente nada
sobre nosotros mismos ni sobre la realidad que nos envolvía –y se
nos imponía. Tampoco nos preocupamos: habíamos optado por vivir ficcionalmente.
Al fin y al cabo, con las palabras jamás se
llega a la verdad
–a esa esencia auténtica y objetiva de lo existente. Nos deleitamos en el
conjunto arbitrario y ficticio de denominaciones que nosotros mismos habíamos
introducido en aquella experiencia que tratábamos de organizar. Aquella tarde
sólo encontramos aquello que nosotros mismos ya habíamos escondido.
No hay mejor manera de ocultar que hablando;
y hablando por una misma boca. El
lenguaje ni es puro ni es transparente, ¿lo somos acaso nosotros? Llegados a
este punto de la conversación fue el momento más idóneo para que cayera la
noche. Así se hizo: la noche cayó. No fue una cuestión de mala voluntad –no
necesitamos inventar la existencia del bien y del
mal para sentirnos seguros en el bando de los «buenos»– sino de la naturaleza misma del lenguaje.
Y no seré,
precisamente yo, quien niegue la necesidad de las ficciones, de una vida paralela. Las verdades ofenden
–aserta en España el dicho popular– y son ciertamente insoportables. El intelecto, ese maestro del fingir, se
encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede
engañar sin causar daño. La realidad no es plato de gusto de nadie. El
hombre está hostilmente predispuesto contra las
verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos; prefiere que
le engañen –engañarse, si pudiera–, prefiere idealizar su vida. El propio Nietzsche
–nos prueba Jorge Luis– tampoco escapó a esto: Emerson es el rapsoda que le narra cuentos épicos como si
fueran verdades.
También de Nietzsche
aprendimos que la tarea más genuina del hombre contemporáneo es la reescritura
de nuestra actualidad, de manera que todo lo anterior, todo lo precedente –la totalidad de la historia de nuestro
pensamiento–, no es más que un mero error.
La salvación de ese extravío vendrá por la identidad entre lo verdadero y lo fabuloso. Para
ello deberíamos atender –y aquella tarde así lo hicimos– a la tensión hegeliana
entre la dialéctica y el concepto. En Hegel la dialéctica deviene
concepto; un concepto que se identifica con la racionalidad, una racionalidad
que se identifica con la realidad: todo
lo real es racional; todo lo racional real. Nada logra desbordar tal
identidad, es instancia primera y definitiva. Mas en Nietzsche se operará la
inversión definitiva: la metáfora
acaba dando cuenta del devenir dialéctico del concepto. Una metáfora que, reclamando
ahora sus derechos, acaba convirtiéndose en la instancia desde la que se
dilucida el lugar y el sentido del propio concepto, un concepto devaluado, que
pierde el marco de referencia –la oposición entre sensible e ininteligible,
aquella que Nietzsche había identificado con el rostro del platonismo– desde el cual se constituía como tal.
La operación del platonismo en particular, y la de la
Historia de la Filosofía en general, consistía en hacer dos lo que era uno,
dividir nuestro mundo y mediante ese
desdoblamiento lograr comprenderlo y hacerlo inteligible. Mas la lógica
inversa, la reescritura de nuestra actualidad, pasa por ver / decir una cosa por otra, por hablar por una misma boca: la lógica de las metáforas y la de las
parábolas. Con acierto poético señala Octavio Paz que las metáforas son palabras de otras cosas. Metáforas que
ponen en tono poético –que no en forma; no en articulación sino en vibración– lo real desencarnado, lo real
inerte.
Las metáforas, en
definitiva, sólo evitan caer en la aburrida monotonía de decirlo todo: la
perfecta aclaración, el íntegro desenmarañamiento, la absoluta explicitación,
son indeseables e insoportables. Con las metáforas nos escapamos de los dominios y cárcel de la ontología, no nos
quedamos anclados en el ser de las cosas –en el ser que son.
La
vida es en sí misma una metáfora y las cosas metáforas de esa vida. Las cosas
son metáforas vitales, palabras de
otra cosa: de la vida. Las cosas son el lugar de expresión de la existencia.
Todo son metáforas, tanto las vivencias como sus conceptos –esas ideas metaforeadas, transportadas. Y hay que
brindar esos huecos –de los nombres, de los conceptos, y de todo– al poeta y no
al metafísico clásico porque este primero es capaz de trastornar el ser por la metáfora regalándonos un universo vivo y
en el que vivir –con realidad no envarada en dogmas.
Jorge Luis me pareció –al igual que su Nietzsche, su Emerson, su Poe o su Paz– un hombre terriblemente intuitivo.
Así lo refleja su obra, una obra que, desprendida de ilusorias creencias, asume
la crudeza de la realidad. En aquellas tardes me consumía el más amargo reflujo
de la existencia. Quedamos fuera de los límites
de la moral. Y sin embargo, nos lanzamos a la vida firmes en nuestros
valores mas conscientes de la relatividad de los mismos; y, por ello, con
apertura al cambio. Pusimos fin a la mentira para comenzar a vivir una vida realverdaderamente verdadera –por decirlo por
boca de nuestro querido y admirado J. D. García Bacca–, una vida ficcional. Les deseo, amables lectores,
que –como me sucedió a mí– Nietzsche
parásito de Emerson les devore las entrañas. En aquella tenue pero violenta
caída de la estrellada noche quiteña advertí que –al igual que lo hiciera
Nietzsche por Emerson– Jorge Luis y yo estábamos hablando por una misma boca.
Alberto Ferrer García
Bétera,
primavera de 2018.