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jueves, 24 de mayo de 2018

HABLAR POR UNA MISMA BOCA

Apostillas a Nietzsche parásito de Emerson de Jorge Luis Gómez[1]


La tarde del centenario de la Revolución de Octubre, el sol se despeñaba sobre San Isidro del Inca con una perpendicularidad inaudita –al menos para mis cándidos ojos. Jorge Luis me entregaba un ejemplar de Nietzsche parásito de Emerson, y así nos adentrábamos en los vericuetos más hondos que subyacían a aquellas líneas. El pretexto de nuestra reunión había sido la figura del pensador español del exilio republicano Juan David García Bacca –mas nada quedó ahí; un corolario de nuestras palabras y el reencuentro con ellas en mi posterior lectura –ya en España– de su obra, pretenden quedar reseñadas en las líneas que siguen. 
Aquella tarde compartimos cómo Nietzsche nos enseñó que el lenguaje –por su ansia legisladora dotada de anhelo de validez, obligatoriedad y una pizca de obediencia– no traduce sino oculta esa realidad originaria del mundo. Y aun así –a sabiendas de todo ello– nosotros mismos nos movimos, en no pocas ocasiones, en los términos de un pacto necesario, de un puro artificio, pues el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de la verdad. De una verdad ficcional.
El que miente aprovecha las palabras –el lenguaje– para que lo irreal aparezca como real. Así el propio Nietzsche –así en relación a Emerson. Creer en la verdad y en la aureola prístina que envuelve al conocimiento es un pleno sinsentido. Éste se referencia en un lenguaje cuya falta no estriba en ser pura hechura de manos humanas sino en la perversidad intrínseca de las que lo engendran. En Nietzsche parásito de Emerson no existe la verdad –tampoco veo el lugar para ella; mucho menos su necesidad–, tal obra no es más que una pura y sana ficción –un ímpetu de creación positiva. Pensado fríamente, el conocimiento no es más que un error movido por el orgullo humano, una falacia de aquel intelecto que se cree superior; las muletas del lenguaje sobre las cuales cree sustentarse no son de fiar. La lógica sobre las que tratan de asentarse las líneas de Jorge Luis parécenme tener más de poético que de filosófico –en la medida en que toda insana filosofía está impregnada del advenimiento de ese error.
Largo y tendido nos ocupamos de aquello. Terminamos por no saber absolutamente nada sobre nosotros mismos ni sobre la realidad que nos envolvía –y se nos imponía. Tampoco nos preocupamos: habíamos optado por vivir ficcionalmente. Al fin y al cabo, con las palabras jamás se llega a la verdad –a esa esencia auténtica y objetiva de lo existente. Nos deleitamos en el conjunto arbitrario y ficticio de denominaciones que nosotros mismos habíamos introducido en aquella experiencia que tratábamos de organizar. Aquella tarde sólo encontramos aquello que nosotros mismos ya habíamos escondido.  
No hay mejor manera de ocultar que hablando; y hablando por una misma boca. El lenguaje ni es puro ni es transparente, ¿lo somos acaso nosotros? Llegados a este punto de la conversación fue el momento más idóneo para que cayera la noche. Así se hizo: la noche cayó. No fue una cuestión de mala voluntad –no necesitamos inventar la existencia del bien y del mal para sentirnos seguros en el bando de los «buenos» sino de la naturaleza misma del lenguaje.
Y no seré, precisamente yo, quien niegue la necesidad de las ficciones, de una vida paralela. Las verdades ofenden –aserta en España el dicho popular– y son ciertamente insoportables. El intelecto, ese maestro del fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede engañar sin causar daño. La realidad no es plato de gusto de nadie. El hombre está hostilmente predispuesto contra las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos; prefiere que le engañen –engañarse, si pudiera–, prefiere idealizar su vida. El propio Nietzsche –nos prueba Jorge Luis– tampoco escapó a esto: Emerson es el rapsoda que le narra cuentos épicos como si fueran verdades.   
También de Nietzsche aprendimos que la tarea más genuina del hombre contemporáneo es la reescritura de nuestra actualidad, de manera que todo lo anterior, todo lo precedente –la totalidad de la historia de nuestro pensamiento–, no es más que un mero error. La salvación de ese extravío vendrá por la identidad entre lo verdadero y lo fabuloso. Para ello deberíamos atender –y aquella tarde así lo hicimos– a la tensión hegeliana entre la dialéctica y el concepto. En Hegel la dialéctica deviene concepto; un concepto que se identifica con la racionalidad, una racionalidad que se identifica con la realidad: todo lo real es racional; todo lo racional real. Nada logra desbordar tal identidad, es instancia primera y definitiva. Mas en Nietzsche se operará la inversión definitiva: la metáfora acaba dando cuenta del devenir dialéctico del concepto. Una metáfora que, reclamando ahora sus derechos, acaba convirtiéndose en la instancia desde la que se dilucida el lugar y el sentido del propio concepto, un concepto devaluado, que pierde el marco de referencia –la oposición entre sensible e ininteligible, aquella que Nietzsche había identificado con el rostro del platonismo– desde el cual se constituía como tal.
La operación del platonismo en particular, y la de la Historia de la Filosofía en general, consistía en hacer dos lo que era uno, dividir nuestro mundo y mediante ese desdoblamiento lograr comprenderlo y hacerlo inteligible. Mas la lógica inversa, la reescritura de nuestra actualidad, pasa por ver / decir una cosa por otra, por hablar por una misma boca: la lógica de las metáforas y la de las parábolas. Con acierto poético señala Octavio Paz que las metáforas son palabras de otras cosas. Metáforas que ponen en tono poético –que no en forma; no en articulación sino en vibración– lo real desencarnado, lo real inerte.
Las metáforas, en definitiva, sólo evitan caer en la aburrida monotonía de decirlo todo: la perfecta aclaración, el íntegro desenmarañamiento, la absoluta explicitación, son indeseables e insoportables. Con las metáforas nos escapamos de los dominios y cárcel de la ontología, no nos quedamos anclados en el ser de las cosas –en el ser que son.
La vida es en sí misma una metáfora y las cosas metáforas de esa vida. Las cosas son metáforas vitales, palabras de otra cosa: de la vida. Las cosas son el lugar de expresión de la existencia. Todo son metáforas, tanto las vivencias como sus conceptos –esas ideas metaforeadas, transportadas. Y hay que brindar esos huecos –de los nombres, de los conceptos, y de todo– al poeta y no al metafísico clásico porque este primero es capaz de trastornar el ser por la metáfora regalándonos un universo vivo y en el que vivir –con realidad no envarada en dogmas.
            Jorge Luis me pareció –al igual que su Nietzsche, su Emerson, su Poe o su Paz– un hombre terriblemente intuitivo. Así lo refleja su obra, una obra que, desprendida de ilusorias creencias, asume la crudeza de la realidad. En aquellas tardes me consumía el más amargo reflujo de la existencia. Quedamos fuera de los límites de la moral. Y sin embargo, nos lanzamos a la vida firmes en nuestros valores mas conscientes de la relatividad de los mismos; y, por ello, con apertura al cambio. Pusimos fin a la mentira para comenzar a vivir una vida realverdaderamente verdadera –por decirlo por boca de nuestro querido y admirado J. D. García Bacca–, una vida ficcional. Les deseo, amables lectores, que –como me sucedió a mí– Nietzsche parásito de Emerson les devore las entrañas. En aquella tenue pero violenta caída de la estrellada noche quiteña advertí que –al igual que lo hiciera Nietzsche por Emerson– Jorge Luis y yo estábamos hablando por una misma boca.  


Alberto Ferrer García
Bétera, primavera de 2018.


    [1] Jorge Luis Gómez Rodríguez, Nietzsche parásito de Emerson: «¿Sería posible que habláramos con una boca?», Quito, 2017.