Correspondencia del filósofo liberal francés
Alonse Darinel residente en Quito durante 1926.
Traducción de Jorge Luis Gómez Rodríguez.
Nota editorial.
Las correspondencia
que desde Quito enviaba Alonse Darinel a su amigo Sebastien en París resulta
ser una fiel muestra del estilo de análisis positivista con el que el
liberalismo europeo e hispanoamericano se identificó desde la segunda mitad del
siglo XIX, fuertemente ambientado en el discurso fisiológico que tuvo tanto eco
en Europa desde Wilhelm Wund hasta Gustavo Le Bon, y que hizo del análisis
médico una costumbre cuando se trataba de hablar de realidades humanas y
sociales. Llegaron a ser tan crudos e incisivos estos análisis, que pronto
coparon en la Hispanoamérica dé los años veinte el espacio que estuvo reservado
al discurso de la identidad. Entre las obras que se identificaron con este tipo
de discurso, sobresale "El pueblo enfermo" del boliviano Alcides
Arguedas, quien populariza entre nosotros el discurso de la "psicología de
las razas". Mucho de este discurso se manifiesta al final de la estadía en
Quito de este filósofo liberal quien habiendo venido como turista a Quito
alrededor de 1923, terminó dando clases particulares de francés hasta finales
de 1926 . Las dos cartas que reproducimos en su integridad aquí, corresponden a
un legado que conservó Margarita Koschel, profesora normalista miembro de la
segunda Misión alemana que llegó a trabajar en los normales Manuela Cañizares y
Juan Montalvo de Quito en el año 1922 y que permaneció en el país hasta 1925.
Carta Primera:
Quito 1 de Agosto
de 1926
Querido Sebastien:
No me bastaría, de
ninguna manera, con narrarte mi vida cotidiana en este país sin hacer de ella
sólo un panegírico de sus quehaceres ordenados con la severidad de lo
permanente, puesto que lo único que podríamos esperar de ella fuera un rigor
tan mecánico como desacostumbrado, olvidando otro tipo de quehaceres que por lo
general son poco familiares a los que están acostumbrados al trajinar diario.
Son a ellos a quienes más atención presto, sobre todo cuando mediante ellos soy
capaz de observarme a mí mismo, puesto que no hay mejor observador que aquel
que es capaz de observarse a sí mismo en lo observado.
Como te podrás dar
cuenta mi querido amigo, renuncio a narrarte aquellas familiaridades y me
comprometo, por el contrario, a profundizar en el arte de la observación que
es, hasta lo que yo sé, una de las artes menos utilizadas para el provecho de
los hombres.
En general mi vida
en Ecuador, después de estos cortos períodos en Indochina, no me parece ni
novedosa ni menos distinta de lo que ya he vivido. Sin embargo, vivir en este
país no me ha privado de observar con cierta perplejidad las innumerables
convulsiones sociales y políticas con las que indudablemente parecen estar
familiarizados sus atribulados habitantes. Según he podido apreciar, el temple
de ánimo de estos convulsionados escenarios es tan especial que tanto a nivel
social como a nivel individual es difícil poder considerar la idea que los
protagonistas de todas estas grescas (dispute) tienen de sí mismos, toda vez
que desde esa idea nos fuera posible intentar comprender, al menos del modo más
general, sus inescrupulosas conductas.
Al parecer, el fuerte
conservadurismo de la religión y la escasa fuerza transformadora del reciente
liberalismo que los convulsiona, no ha sido capaz sino de generar en ellos una
limitada opinión de sí mismos como una envidiosa aceptación de los demás. Al
perder todo el horizonte de orientación, el país suele convulsionarse no por la
calamitosa situación en la que se encuentra desde hace muchos años, causas que
ellos mismos jamás han pensado ni pensarán a pesar de las constantes dudas de
sí mismo en las que viven, sino por la serie de desatinos e irregularidades en
las conductas que viven políticos, jueces, profesionales, académicos y todos
aquellas personas que deben tomar decisiones en función de la totalidad del
país. La gota (goutte) que llena el vaso de la tolerancia ciudadana son
aparentemente los malos gobernantes, a los que suelen pensar como si fueran
extranjeros, ya que suelen designarlos con tales epítetos que uno cree que
buscan desembarazarse de algo que no es suyo. Recientemente me he dado cuenta
que esta manera de desprenderse de sí mismos, parece alimentar aún más la constante
huida de sí mismos en la que viven, huérfanos de sus verdaderos padres (el mundo
indígena) como de un destino elegido por ellos mismos pero sin fe en ellos
mismos (el mundo de los mestizos, como se llama aquí) , pues, como suele
suceder en el caso de los pueblos y hombres libres, en quienes podemos observar
su liberalidad de opiniones, tanto como libres de cometer los errores que en el
pasado no les permitieron desarrollar sus propias convicciones.
Hoy se atacan
inmisericordemente (no recuerdo tanta maldad en pueblo alguno), con una
odiosidad sin nombre, haciendo manifiesta la enorme inseguridad en la que
viven, tanto como esa falta de orientación en la que vivíamos cuando éramos
adolescentes. Huelga decir que la comparación de ellos con la adolescencia no
resulte muy feliz, toda vez que en ella la diversidad de factores de uno y otro
lado son tan imponderables como difíciles de comprender, pues la misma
adolescencia con sus características de coyuntura temporal y procedo que
alcanza su meta más allá de sí misma, impide un tratamiento que no sea el de
presumir aquello que le falta, tal como nos lo enseña la palabra.
En cuanto a las
opiniones y conductas que suelo observar en este pueblo, llegan a ser tan
conservadores y flojos en sus criterios que les molesta que otros opinen por
cuenta propia, pues para ellos tener opiniones es algún signo de
enajenación (maladie), cosa que en
sí misma no les permite ir más allá del pésimo gusto y convicciones en las que
se desenvuelven.
Las constantes
lamentaciones públicas de los gobernantes y gobernados me hace pensar en que
este vicio, propio de los humildes y no de la gente con autoestima, es más
digno de aquellas historias en la que los protagonistas piensan calamidades
(calamites) sobre sí mismos, más por las dificultades que intentan a toda costa
eludir, que por una claridad o concepto sobre sí mismos. En estos tiempos, como
te cuento antes, la lamentación pública los condena a eludirse constantemente,
pues eluden con ello la verdadera situación en la que viven, eludiendo de esta
manera aquellas situaciones de pobreza e ignorancia con las que equivocadamente
se enfrentan a diario. Pero este mal que los aqueja es aún más marcado en la
gente de cultura que en el pueblo llano. Es cosa bien absurda consultar los
periódicos de la ciudad para buscar informarse sobre algún suceso. En ellos los
periodistas opinan, o mejor dicho, se quejan de la realidad en la que viven y
suelen nadar como por encima de la realidad sin ni siquiera atreverse a
plantear profundización ninguna sobre los problemas a los que se refieren, pues
prefieren la queja inoportuna más que una profundización en una realidad que
por lo general no entienden.
Como ves, querido
amigo, este destino tan cruel parece someter como un triste hado a todas estas
almas que más que vivir, parecen estar condenados eternamente a no ser dueños
de sí mismos ni de su propio destino. Tan fuerte es este sentimiento de
desarraigo en el que los destinos ciudadanos parecen verse sometidos, que,
huelga decirlo, más ignoran las soluciones a sus propios problemas, que a saber
que las metas por conseguir estarán más cerca para el que decide por propia
convicción lo que el ingenuo consume y pronostica sin saberlo.
A pesar que dudo de
si estas ideas puedan darme cierta experiencia y orientación con respecto a mis
propias convicciones como persona, lo cierto es que tarde o temprano el
observar este tipo de situaciones tan extremas como ridículas (asunto que me
permite mi calidad de ciudadano extranjero en este país), me hace pensar en que
más vale el alcanzar cuanto antes
metas propias conseguidas con todo el empeño de aquello que gusta y ennoblece a
nuestra voluntad, así como con toda la pasión que nos espera con el regocijo
del éxito, que esperar destruir todos los propósitos. y voluntades de las
personas que me rodean, en tanto ¿líos no me empujen más que a ahogarme en una
serie de propósitos inútiles.
Es claro para mí,
ahora que lo pienso, que el caminar de error en error es propio de aquel que
ignora que todos los propósitos, por vanos e ilusos que ellos fueren, hacen y
regresan a un mismo sujeto y son, por así decirlo, una proyección de sus
propias experiencias y convicciones. En este caso, ajenos a las experiencias
del presente de la manera más extraña, sin una memoria que les evitara tomar
decisiones incorrectas, solo viven cierta inmediatez tan dichosa como aquella
en la que viven algunos ingenuos y cierto tipo de locos, que sin saber del
pasado, viven en la más dichosa de las inmediateces sin prestar atención ninguna
al saber previamente explorado que nos brinda la sabia memoria. Tan
desconectados del presente y del devenir en general, me parece que esta situación
los vuelve aún más vulnerables de caer en los brazos de una ilusión triste
sobre sí mismos, en la que paradójicamente y sin saberlo, parecen inútilmente
observarse.
No hay cosa que más
me sorprenda, querido amigo, que la total falta de convicciones con la que
hacen manifiesta sus decisiones sobre la realidad en la que viven, pues no hay
mirada más penetrante que la de aquel que ve por sus propios ojos, no así del
que mira con el mirar de esos que no ven más que su falta de ver. En esta
extrañeza, sus reclamos ciudadanos parecen ser afecciones pasajeras con respecto
a los problemas que verdaderamente los aquejan. Todo parece explicarse, como te
decía anteriormente, por esa enfermedad (maladie) de la inmediatez en la que
viven, pues en ella no puede darse verdad ninguna pues el sujeto que vive en
ella vive descentrado de sí mismo, olvidándose de sí mismo en esa eterna
sensualidad que lo acoge y lo aparta de la coherencia de la acción. En general
ellos viven sin apartarse de la realidad, sin alejarse pues al parecer carecen
de la capacidad de representársela tal como ella es, debido a que ella misma no
se escapa a su pura sensualidad, es decir, a algo que siendo universal escape a
las determinaciones más inmediatas de lo dado. Por fuerte que sea una
experiencia y un error, la vuelven a repetir en otra ocasión sin rencor ninguno
contra sí mismos, pues abandonados de toda memoria y de toda previsión para
vivir suelen repetir sus errores sin obedecerse a sí mismos.
Aquí todo vive de
un abandono fundamental, pues como aquellos sitios en los que sus dueños
parecen más presentes por la ausencia que por presencia real, paradójicamente
son estos sentimientos de constante pérdida una de las características más
desoladoras en las que se inscriben los actos en los que este pueblo busca
reivindicar derechos legítimos. Tan cercana es esta circunstancia a las
características más generales de la adolescencia, que veo a diario, ex-presado
en los periódicos y en la realidad cotidiana, que bien por el recuerdo de una etapa
difícil de nuestra existencia, como por el beneficio de pensar en la vida
humana en general, bastante provecho sacaríamos en el profundizar en este mal
que parece caracterizar toda la falta de compromiso de este pueblo consigo
mismo.
Cuantas veces que
me he preguntado por qué esta etapa de la vida, tan menesterosa como necesaria,
plena de diversidades y rica en contenidos, no nos brinda con la misma
generosidad, una sensatez tal que nos permitiera, con la misma briosidad que
esto se manifiesta cuando eres un adulto-adolescente (como creo serlo),
disfrutarla con la profundidad y equilibrio con la que disfrutaremos las etapas
en las que más tarde llegamos a crear nuestras más caras convicciones. Sabia es
la vida, mi querido amigo, pues alargando los períodos de búsqueda, nos prepara
desde la insensatez y el error, hacia los deseados equilibrios como si en esta
sabia disposición, el hombre precediera al niño, tanto como el error a una
verdad probada por muchas experiencias.
Pero
lamentablemente me parece que la adolescencia de este pueblo es más prolongada
que lo normal, pues sin saber de sí mismo y enclaustrado en lo inmediato, se
dirige a ocuparse de sus propios problemas con una sensatez que no tiene ni
conoce, con una seriedad que no le queda, pues no hay grado más insolente de la
vida que cuando el adolescente pretende, como cierto tipo de ignorantes
presumidos, aquello que solo al hombre adulto le fue dado como premio a su
eterno mejoramiento. ¿Por qué la menesterosidad de algunos es tan odiosa para
otros? ¿Por qué la anhelada meta del equilibrio se la puede suplantar con una
ignorancia presumida?
Quien observe estas
calamidades dispondrá de poco tiempo para intentar ubicarse en este mar de
insensateces, pues no hay mejor propósito que aquel que observa en los otros
las limitaciones que a él mismo le aquejan.
Como ves, no sólo
esta observación me hace ver lo vulnerables que son los juicios de quienes
intentan en una afirmación sobre otra persona desprenderse con ello de una
limitación propia, pues no hay mejor prueba de nuestras afirmaciones que el
dudar de ellas cuantas veces sea posible, pues si bien ellas parecen prolongar
nuestras más caras convicciones, no por este motivo pueden mantenerse incólumes
(inébralable) frente a la sospecha que nace de nuestra propia experiencia.
A pesar de los
titubeos con que comencé a sospechar de mis juicios, más tarde comprendí que la
insensatez de este pueblo me hacía dudar hasta de mis propias convicciones,
pues siendo adolescente tampoco pude saber de mis limitados intentos de ser
dueño de mis propios actos. Tal vez más tarde, cuando alguna vez me puse a
recapacitar sobre mí mismo, pasados ya aquellos días en los que todo lo que me
rodeaba parecía desprenderse sin temor ninguno del centro de alguno de mis
pasajeros sentimientos, percibí con cierta agudeza que la propiedad del
equilibrio del espíritu estaba esperándome más allá de aquellos sentimientos,
tan efímeros como circunstanciales, en los que mi anterior vida gustaba
observarse.
Lamentable es, por
decir lo menos, que estas menesterosidades de la adolescencia sean tan
necesarias para quien pretende, sea por voluntad personal o por la queja de
algún desequilibrio, que vistas ellas en un pasado ya ajeno y nebuloso en el
tiempo, no tenga ningún provecho el recuerdo de tan inescrupulosas situaciones.
Como bien digo, la experiencia de estos desatinos tiene que cumplir un
propósito escondido que inevitablemente se ha de manifestar en el futuro, pues
para quien vive sin saber cómo lo hace, habrá un día en que la llave de la
comprensión le permitirá escapársele a lo inmediato, pues para el que sabe de
sí todo aquello que parece alejarse de su propio contento, le termina por
resultar ajeno y más bien como un signo de sus más profundos errores.
Me despido
calurosamente.
PD: ¿Cuándo me
enviarás el libro que te pedí? Alonse.
Carta segunda
Quito 28 de agosto
de 1926
Querido Sebastien:
A veces suele
crisparse el entendimiento cuando luego de inescrupulosas observaciones,
atribuimos a tal o cual suceso un orden que nos parece en un comienzo tan
racional y lógico con la misma rapidez con que más tarde lo abandonamos como
demasiado particular e incluso antojadizo. Con ello me refiero a cierto tipo de
regularidades a las que no siempre somos capaces de atender, sea por
despreocupación cotidiana o por el simple hecho de no prestar atención más que
a lo que es de nuestro interés más personal; lo cierto es que no les prestamos
la debida atención, pues el entendimiento más quiere reducir todo los fenómenos
a sus únicos puntos de vista que a aquellos sucesos que siendo regulares o
manifestando un orden que puede ser observado por nosotros, suelen manifestar
en el fondo la verdadera naturaleza de las cosas.
En este juego que
podríamos llamar la eterna animadversión de la razón, solemos atribuir a las
cosas cierto tipo de regularidades que luego desechamos como productos de
nuestra imaginación.
Recuerdo que año
tras año solía notar entre marzo y abril una suerte de decaimiento general del
ánimo de mis alumnos quiteños, los que por cierto muy entusiastas para los
estudios y las cosas graves no son, cosa que me hizo pensar en una suerte de
causa de esta regularidad que no residía en el propio ánimo de mis estudiantes.
Con estos propósitos me puse a investigar entre mis propias alforjas, pues,
como tú conoces, provisto de mis anotaciones que a diario consigno producto de
mis observaciones, pude constatar que el carácter cíclico de estos estados de
ánimo estaban directamente ligados al clima frío y melancólico del invierno
serrano el que entre marzo y abril es capaz de despertar todo tipo de infortunios
en el alma de los atribulados habitantes de esta ciudad.
La crudeza del
páramo en invierno con sus ciclos de fríos y lluvias, le daban al ambiente una
teatralidad tan tremendamente lúgubre que a veces llegué a pensar que la única
manera de traspasar los límites de la melancolía, no era sino con una huida a
regiones con más luz y calor solar. A pesar de esta solución, la que es muy
común entre los ricos de la ciudad, los ciclos de la melancolía causan estragos
entre la población que entre suspiros y quejas, tal como ciertas construcciones
antiguas que suelen elevar quejidos en las noches más frías, ella busca
desembarazarse de cierto ánimo derrotista que constantemente amenaza con
volverse una disposición cotidiana y muy extendida ( paradójicamente
tremendamente desconocida ) de la psicología popular. Yo no he escuchado más
quejas ni más pesimismo que en estas fechas en Quito !
Lo que si no me
cabe la menor duda, es que este estado de ánimo siempre intenta, año tras año,
alojarse en el ánimo de los ciudadanos pues con el poco empeño que hacen por
desprenderse de el, parece que más fuerza ponen en aclimatarse a el que a
intentar apartarlo como si lo hiciéramos del mismo mal. Tan vacías de sí mismas
están las almas, tan ingenua y débil la voluntad, tan manifiestamente el ánimo
de cierta infancia que busca el recodo del cariño evitando conscientemente el
saber que ya son adultos y que se necesita esfuerzo para seguir viviendo, que
costaría muy poco embaucarlos a todos y llevarlos sin que lo presientan siquiera
al más profundo de los abismos.
Atacados de una
peste incomprensible, el estado de ánimo con el que la ciudad se suelen
identificar en estas fechas, me ofrecía la posibilidad de observarlos
prácticamente en su estado de invernación, pues había que ver en el decaimiento
generalizado en el que viven, al unísono de una epidemia de resfríos y todo
tipo de calamidades respiratorias, todos productos inevitables del invierno
serrano cumpliendo año tras año su ciclo de profundas y arraigadas melancolías.
Atacados de esta singular postración del alma, al comienzo y sin darme cuenta
pensé en un estado de ánimo constante durante todo el año, cosa que es bastante
difícil de afirmar, hasta que más tarde producto de otras confrontaciones,
comencé a darme cuenta de las regularidades de este ánimo en el que vivía y al
que me tocaba inevitablemente aclimatarme.
Ciertamente que fue
más bien otro suceso el que me provocó pensar más profundamente en este asunto.
Como tú sabes de éstas mis viejas aficiones de observar las profundidades,
sucede que al intentar consignar todo lo que me sucede a diario, soy capaz de
observar ciertas regularidades que para el común de los mortales pasa
completamente desapercibida. Pues bien, en esta vieja y quejumbrosa casa en la
que vivo hace más de dos años suelen manifestarse con pasmosa frecuencia cierto
tipo de sucesos con marcados aires fantasmales. Aunque no lo creas, mis poco
amigables vecinos, también han observado estos fenómenos. Pues bien, aunque no
te sorprenda, también fui capaz de observar la regularidad de las apariciones
fantasmales en esta antigua y quejumbrosa, aunque no menos bella, habitación
que me cobija. Para mí sorpresa los fantasmas de esta casa suelen manifestarse
en las mismas fechas en que año tras año la sierra se despierta al ciclo de sus
más profundas lamentaciones!!
¿Puede ser posible
que también las almas de los difuntos de esta ciudad despierten a sus destinos
fantasmales, atrapados entre la pasión material y el deseo insatisfecho, justo
en aquellas temporadas donde todos y cada uno de los viejos maderos de la casa
suelen corear sus infortunios, temporadas donde cada alma de los vivos (y de
los muertos) se quejan sin igual?
Como suelen decir
en el bajo Egipto, también aquí parece funcionar el viejo cuento que canta la
dicha de los muertos que despiertan de su sueño infinito con las primeras gotas
de lluvia del invierno.
Como ves, mi
querido amigo, a mi alma no le faltan perplejidades con las cuales medir esa
ansiedad tan dichosa que consuma el ánimo de resolverlas, pues más parece que
gozamos de la búsqueda erótica por sí sola (o de su ánimo de probar sus
aparentes ilimitados poderes) que gozar del encuentro con el verdadero
contenido solicitado, pues en verdad el misterio vale por el placer del
ocultamiento y de la irresolución que contiene, que por la no menos gozosa apertura
de los velos de sus pudores inconquistables.
Ya bastante tenía
con mis averiguaciones, las que me habían permitido adentrarme un poco más en
aquellos ciclos de lamentaciones en los que vivía esta comunidad mucho más
interesada en el descrédito de su propia alma, que en una sabia comprensión de
sus más profundos rituales. Ya sabrás, por mis anteriores comunicaciones, de
las características de esta alma colectiva tan propensa a los ciclos de turbaciones
melancólicas, como cercana a las compasiones más inauditas, a los arrebatos amorosos
más rastreros y faltos de carácter, a los súbitos enojos sin substancia.
Varias veces me vi
tentado a explicarme todos estos devaneos sobre su alma al modo de Spengler o
de Le Bon, análisis tan de moda hoy entre liberales y positivistas europeos e
hispanoamericanos, pero bien como suelen reconocer los hombres cultos y de
carácter, no son las modas de nuestro tiempo la guía de nuestros pensamientos y
conductas, sobre todo cuando esta especialidad de la historiografía y filosofía
de la historia, mal llamada "psicología de las razas", ha llegado a
los extremos que la descalifica completamente.
Como el propósito
central que me dirige a comunicarte mis observaciones es el lograr que ellas me
induzcan al conocimiento de mí mismo, debo decirte que la falta de carácter y
de resolución individual y social como una de las características más notable
de la idiosincrasia nacional, me hizo pensar en lo necesario que es para la vida
humana el alcanzar lo más rápido posible una guía certera y confiable en el
conocimiento de las cosas. Visto desde las carencias y menesterosidades de una
vida aún falta de lo esencial, resulta digno de análisis el hecho que cuando
uno vive mucho tiempo en un horizonte humilde y sin carácter tiende a ser
consumido por estas carencias, pues de la única manera que podemos no ser
arrastrados por estas inestabilidades es sabiéndolas observar en su verdadero
rango, de tal modo que si no alcanzamos a considerar este asunto con cierto
rigor, más valdría en reconocer en nosotros mismos aquellas menesterosidades
que intentamos consignar a los demás.
La idiosincrasia
nacional es débil a tal punto que es contraria a todo tipo de creatividad y
responsabilidad sea en las opiniones, gustos, pensamientos etc. pues al no ser
capaz de observar sus limitaciones vive de la envidia a los demás, del sarcasmo
y la fanfarronería y tiene como virtud y entretenimiento más consagrado el
reírse de los otros, cuando ellos no pueden defenderse de las acusaciones que
se le hacen. Lo más sorprendente de todo esto es cómo la falta de carácter de
esta sociedad, vuelve tan falto de confianza al alma consigo misma, debido a
que fundándose en un descrédito de sus propias conductas, no puede tener
confianza en aquello que ella misma no ha forjado. No es extraño, entonces, que
se vuelva cotidiana la utilización de estrategias y conductas ilegales frente a
los valores que los vigilan, generándose un tipo de hombre cínico que por una
parte predica los valores autorizados que el mismo desautoriza y por otra,
practica todas las formas de la ilegalidad, de la corrupción, de la injusticia
y del robo. Este tipo de hombre, que desafortunadamente es la mayoría, es el
primero en pontificar el orden y la decencia, olvidando que ellos mismos son
tanto más inservibles a la nación como los propios delincuentes. Como ves, la
falta de carácter que se manifiesta en esta mayoría, sería superable si verdaderamente
fueran capaces de obedecerse a sí mismos, como sería el caso del hombre de
carácter. Desgraciadamente las raíces del carácter no han arraigado sus
orgullosas manos en estas tierras. Por el contrario, la causa de esta ausencia
no parece explicarse por las características de los individuos sino por la
idiosincrasia de la sociedad y sus características más generales. Al existir
una marcadísima diferencia entre ricos y pobres, la sociedad padece todo tipo
de injusticias producto de este mal. No es extraño, entonces, que sea uno de
los elementos que empuja a la vida social el afán de enriquecimiento sin
escrúpulos, lo que lamentablemente se hace manifiesto en todas las jerarquías
sociales.
Como ves, mi
querido amigo, son elementos centrales de la idiosincrasia nacional, tanto el
practicar lo que no se predica como la utilización de los demás en provecho
propio, asunto que, en general, me atrevería a llamarlo "cinismo
social".
De alguna manera el
cinismo o la mascarada social al ser el sustento de la idiosincrasia nacional,
impregna a ésta de sus poderes con tanta efectividad como es capaz la familia
tradicional de inculcar valores a los hijos. Lo sorprendente de todo esto es
que también las diarias conductas cotidianas de socialización y el lenguaje
parecen impregnarse del mismo mal, a pesar de que los ciudadanos de las clases
altas hacen muchísimos esfuerzos por desprenderse de esos males. Viviendo en
este país uno aprende a convivir con el cinismo de la indiferencia, pues él
mismo se vuelve tan familiar y cotidiano como la figura de los volcanes y las
nubes.
No recuerdo haber mentido con tal falta
de escrúpulos, ni haberme negado en ningún lugar del mundo a dar limosnas con
tan fuerte egoísmo, pues debido a que las marcadas diferencias sociales te
empujan a la indiferencia, del mismo modo tiendes a ver a los demás con el
mismo "indiferentismo" (sic veniat verbo!). Poco a poco pierden el
sentido en ti mismo los actos de solidaridad con los demás, actos que en mi
propio país me hicieron alguna vez pensar en la necesidad de cierta confianza
en sí misma que deben dirigir a las sociedades corno a los individuos, la misma
que sólo se alcanza con el esfuerzo y la abnegación, ya que sin ella la
sociedad pierde el verdadero sentido de su existencia.
Pero no solo la
solidaridad se va extinguiendo paulatinamente. También perdemos la fe en la
sociedad, pues marcados por la falta de esfuerzo personal, nos confunde pensar
en éxitos y triunfos sociales a
sabiendas de la indiferentia socialis enraizada que nos impulsa a conductas
descentralizadoras. Perdida la
confianza en la sociedad, difícil es que nos encontremos otro sustento de una
vida en comunidad que no sea un marcado individualismo egoísta tan simple y
flojo como marcadamente infantil.
Si eres fuerte y
domina en ti el amor propio y la pasión por lo que haces, puede que el cinismo
social te beneficie, pues el cotidiano encerrarse del hombre con mucha vida
interior no le permitirá sentirse afectado de las enfermedades sociales, pues,
por el contrario, al enfrentarse a una idiosincrasia tan falta de carácter,
sólo será capaz de generar una individualidad egoísta menesterosa de lo
fundamental. Al faltarle el carácter, la vida individual solo alcanza a
refugiarse en sí misma principalmente como huida de los demás, no como negación
total de los otros, soportando el imperio de una egoidad tan falta de crueldad
y coraje, tan poco testaruda y necia que termina por desacreditarse a sí misma.
Como puedes
observar, querido amigo, tanto la sociedad cuanto los individuos no son parte
integrante del mismo sistema social, pues el uno al odiarse a sí mismo por la
falta de confianza termina en el cinismo y el otro al no encontrar refugio en
los demás, suele encerrarse en sí mismo no para crear definitivamente su propia
idiosincrasia, como sería necesario, sino para quejarse del duro destino que
les tocó asumir en una sociedad que les es completamente indiferente.
Cuán difícil es
encontrar sinceridad en estas regiones, cuán difícil es observar individuos
virtuosos, es decir, victoriosos de sus propias debilidades. Aquí solo observas
quejarse a la gente y entre ellos, lo que más me sorprende, es la juventud la
más afectada por esta sustancial falta de coraje para vivir. Mientras se llegue
a observar la confianza de la sociedad consigo misma, tanto como la confianza
de los individuos consigo mismos, observamos todo lo contrario a la
descentralización social e individual, sea como abulia o cinismo. En contextos
sociales donde abunda la indifferentia vitae, los individuos tienden a desarrollar
diversas formas del egoísmo infantil, no solo en la forma más desvitalizadora
del cinismo consigo mismo, sino en todas sus formas y variaciones más
características, sea como cinismo en las relaciones humanas, cinismo de las
opiniones, cinismo del carácter, cinismo de la educación y la cultura, cinismo
en las identidades sociales, etc.
Considera por un
momento, querido amigo, que la insensatez y la falta de mesura en nuestros
actos y juicios es tan habitual como el error que se manifiesta con mayor
regularidad cuando lanzados sin deliberación en vistas de conseguir alguna
meta, intentamos a ojos cerrados alcanzar por el azar acertar en la consecución
de un fin en la que no está puesta la convicción propia ni el juicio al que
debemos someter todos nuestros actos.
Sin deliberación
nos dejamos caer en el azar haciendo depender nuestra voluntad de todo tipo de
causas y azares como podamos descubrir con la ayuda de nuestra imaginación. Al
ponernos más allá de nosotros mismos, cuando juzgamos sobre algo debemos poner
en juego toda nuestra capacidad de conocer lo real, pues de esta capacidad
dependerá nuestra voluntad de elegir la opinión correcta.
En la vida, querido
Sebastien, no siempre estamos capacitados para alcanzar una meta con éxito.
Entre los actos que podemos llevar a cabo inmediatamente son más probables
aquellos que efectuamos sin nuestra deliberación y consentimiento, en los
cuales no ponemos en riesgo nuestra capacidad de interactuar correctamente con
el medio, prescindiendo de la memoria y de cuanto dato que nos haya arrojado el
uso de nuestra capacidad de conocer.
Al no integrar toda
la capacidad cognoscitiva en los propósitos que nos conciernen como propios, la
idiosincrasia nacional carece de una forma de saber si sus propias empresas
tienen o no algún grado de eficacia. Caminando a ciegas y sin obtener de sí la
confianza en los actos que la memoria retiene como prueba de una consecuencia
con experiencias anteriores, más parecen entregados a una acción sin conciencia
o a un acto involuntario, que a una deliberación en la que se comprometa todo
el caudal de acciones realizadas a lo largo del tiempo.
Siempre esperamos
que la vida enseñe al adolescente suponiendo que la pura cantidad de
experiencias acumuladas en el tiempo, pudieran con su sola presencia
capacitarlo para deliberar sobre sus acciones y alcanzar el éxito. Pero no nos
damos cuenta que además de las experiencias acumuladas, hay también un tipo de
experiencias cualitativamente superiores a las demás, que no se manifiestan
tanto en la repetición indiscriminada de los mismos actos, cuanto en una suerte
de disposición ordenadora de los mismos, pues la razón es capaz de ordenar
experiencias mediante objetivos, estableciendo una suerte de norma
clasificatoria para cada horizonte.
Como ves, querido
Sebastien, este estado de carencia en el que parece encontrarse esta atribulada
alma colectiva, según mis observaciones no obedece a la ausencia de
experiencias de consagración en las que ella misma vea reflejado el producto de
su propio esfuerzo. Más bien las necesidades de esta alma es propia de aquellos
momentos de la vida en que reina una suerte de parálisis de la voluntad
producto de la falta de confianza en la capacidad deliberativa de la razón.
Sabrá el buen Dios,
mi querido amigo, cómo llegará a conducirse en el futuro esta alma, que cuanto
más vive y experimenta la vida en sus diversos matices y situaciones, tanto más
espera de la pura repetición mecánica de actos semejantes una cierta maestría
de sí misma, sin embargo, día a día y año tras año no logra conquistar aquello
que le permitiría dejar atrás un mero hecho acumulativo y alcanzar, finalmente,
la confianza en sí misma que hoy carece.